Por: MARGARITA ROSA ROSADO M.
De 1933 a 1945, Alemania vivió los tiempos más oscuros de su historia. Elegido democráticamente, Adolf Hitler protagonizó el periodo histórico más vergonzoso de ese país, al que empujó a una guerra que cobró la vida de más 60 millones de personas y llevó a seis millones de ellas al exterminio por la única causa de su raza, a la que veía como la razón de todos los males de su nación.
Soy devoradora de la historia de la II Guerra Mundial, creo que la Historia (así, con mayúscula) es la gran maestra de la vida y esta etapa del transcurso del mundo nos sigue dando lecciones. Les recomiendo mucho, amables lectores y lectoras, la serie Hitler y el nazismo, en Netflix. Además de la natural repulsión hacia los crímenes de lesa humanidad que cometió ese régimen, me causó temor la forma en que el pueblo alemán asumió la dictadura totalitaria de un grupo de poseídos fanáticos que soñó con ver a Alemania la dueña de toda Europa, con Inglaterra rendida, con Estados Unidos desajenándose del conflicto y con el Lejano Oriente en poder de Japón, la otra potencia imperial.
Pensar que todo empezó con elecciones democráticas da miedo. Ver las imágenes de archivo de cientos de miles de sonrientes y exultantes alemanes participando entusiastamente en las magnas concentraciones nazis haciendo el saludo y gritando, lo mismo adultos que niños y jóvenes, Heil Hitler hasta la ronquera; saber que millones de alemanes, con el cerebro bien lavado, aceptaron de buen grado las leyes antijudías y hasta participaron en el saqueo de negocios y hogares hebreos, cuando se llevaron a sus dueños y habitantes a los campos de exterminio; ver cuántos alemanes de a pie se tragaron el cuento de que sus males provenían de una conspiración judeo-comunista; cuántos millones murieron en los campos de batalla peleando una guerra absurda y terrible (como si hubiera de otras) porque su Führer, un loco furioso, los mandaba en nombre del Reich de los mil años.
Para Hitler, la raza aria (una invención de la seudociencia nazi) era la superior y debía por tanto gobernar el mundo, mientras las razas inferiores debían servirla, los eslavos, los latinos, los revueltos (los norteamericanos eran su mejor ejemplo, estaban tan revueltos que no representaban peligro); los asiáticos estarían sometidos por Japón, que los tendría a raya; los judíos ni siquieran llegaban a raza, eran subhumanos aunque, contradictoriamente, Hitler los veía como cabezas de una conspiración mundial capitalista (del otro lado del Atlántico) o comunista (la Unión Soviética), según para dónde.
Y el pueblo alemán le creyó, le creyó desde principios de los años treinta hasta que el ejército soviético llegó a las puertas de Berlín en mayo de 1945 y Hitler se suicidó y los demás líderes nazis intentaron, y lograron en numerosos casos, huír de la justicia. Con su país literalmente en ruinas, partido en dos, el traumático proceso de recuperación duró años, dolorosos años de enfrentamiento con la realidad. No solo el liderazgo nazi provocó el desastre, el pueblo alemán contribuyó con su credulidad, con su deseo de reivindicación de agravios reales o inventados o magnificados. Tomó décadas la recuperación económica y emocional de un pueblo que se dejó llevar por el canto de una perversa sirena llamada Adolf Hitler.
La Humanidad no puede darse el lujo de olvidar esta etapa oscura. Por allá asoman nuevos Hitlers, embozados, con un discurso no por renovado menos amenazante, menos peligroso, que quieren explotar las diferencias sociales y económicas, los descontentos, que no les importaría soltar a la bestia una vez más si eso les garantiza mantener el poder. Y puede suceder en cualquier país. Tenemos que estar muy pendientes, con los ojos bien abiertos y no olvidar nunca las lecciones de la Historia. No cabe duda, ahora también vivimos tiempos oscuros.
Esta escribidora se toma unos días fuera de circulación. Nos vemos en agosto.